lunes, 25 de abril de 2016

Algunas impresiones de “La verdad de los pies”

por José Luis Arce

Ph: Gastón Malgieri

El gran psicólogo Daniel Stern, plantea una serie de etapas en el crecimiento y evolución de un bebé. Aunque esas etapas se presentan secuencialmente, sucesivamente, no implica que la aparición de una de ellas supera y anula a la anterior. Más bien, dice, se asimilan y absorben para manifestar sus signos específicos a lo largo de toda la vida, en la que es propio aparezcan, ahora sí, simultaneizadas. La dramaturgia de “La verdad de los pies” que dirige Jazmín Sequeira parece acogerse a ese patrón, donde pulsiona lo individual y lo colectivo de una manera incesante y expeliendo al aire, las distintas edades de lo humano, ya sucesivamente, ya simultáneamente, siempre en multiplicidad. Aunque el individuo, el pobre humano, cada vez menos, logra decantar su identidad hacia la singularidad. Hay angustias (casi un grito de Munch) que se pegan a la épica antiheroica del hombre común, por conocerse, por sentirse. Pero en este trabajo, más que dramaturgia de actor o director, una dramaturgia de signo integral, donde las materias primas existenciarias de los propios emisores, se imbrican y se manifiestan como sueños, como pequeños poemas visuales o dramáticos, ironías alevosas de los crímenes cometidos en común, ante los que sin embargo, cada vez se guarda una actitud más desmantelada y naif que se levanta como el peligro de olvidarnos de nosotros mismos. Este principio dramatúrgico se extiende al espectador, que hilvana sensaciones, esquemas lúdicos, hasta experiencias anteriores al pensamiento, con el mecanismo fruente que se basa en el desnudamiento colectivo. La desnudez, por morbo o placer, siempre seduce.
Hay un registro en el espectáculo que remite a reconocer que aquella sombra en la pared, es la misma que proyectamos cualquiera de nosotros, y que, como en la caverna platónica, hay que ver si nos representa acabadamente. Quizá un contorno de ausencia en una pantalla, donde ya no somos referencia de nosotros mismos. Se usa para ello todo tipo de ‘extrañadores’ de energía. Se motoriza a base de entusiasmos de diseño, el olvido de las propias fuentes. Las propias angustias representativas, captan la paradojal tendencia darwiniana de una marcha despersonalizante hacia la horda, pero de una inquietante inversión. Ya no como evolución sino como entropía. Si hasta no hace mucho, las modas arcaizantes hendían el cuerpo para corroborar aún por el dolor, que algo de vida, de capacidad de sentir aún quedaba en él, ahora, la fricción-fisión anímica asedia directamente a la capa cortical, hasta saturar todo capacidad de respuesta capaz de indicar ‘quiénes somos’, ‘qué hacemos aquí’, ‘cómo nos llamamos’, en medio de un ‘groove’ atormentador, aturdidor, que percuta con placeres hápticos sobre la piel, hasta hacer de una maravillosa unidad psico-física que se precia, nada más que una achura mortuoria. Hay un torbellino, un vórtice con el background de rave, en un éxtasis que no llega, una donación que nadie brinda. Un potlatch que fracasa, porque se obturan los canales sensibles bajo capas de exuberancia sonora, donde la rarefacción de las ondas humanas, ya no viaja hasta los sistemas de captación consciente, y cae agotada en una saturación solipsista.
La vorágine física desagrega y sustrae estratos defensivos, en una estrategia de exposición de lo más íntimo y profundo de manera urgente y postrera, que tensiona políticamente el relato, por la complicidad o vivencia común que se hace reconocible porque está en el origen de la experiencia de todos (magno momento teatral de Carolina Cismondi, desplegando el cinismo retro-neocons).
Las madres del post-apocalipsis, atemorizadas, re-infetan los bebés nacidos de vuelta a sus vientres. Una ‘vía regressiva’. Un parto al revés.
La vaciedad del espacio para agudizar una radio prendida, o un televisor dando curso a la tropilla de rinocerontes que planteaba Ionesco como fascistización social. Hasta el doloroso momento, en que el mensajero es silenciado, bajo la mirada reminiscente de los mirones, que ponen en juego así, su capacidad de reconstruir lo que de verdad es importante.
Hay una consecuencia poética potente: La virulencia corrosiva de la gente danzando sobre la tapa del Averno. Más que desmontar los estratos que tapan, alienan, el efecto de la dirección es la exposición, la ostensión, el desocultamiento de una fragilidad que enternece y que lleva a preguntar si aún nos queda la entereza, el volumen de percatación para afrontar las asechanzas.

                                                                                        

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