martes, 12 de abril de 2016

Bufón.
Dirección: Luciano Del Prato. Actriz: Julieta Daga.

por Juan Manuel Conforte

Ph: Sebastián Sosa


Cuando entramos a la escena de Bufón, como la víctima necesaria de un atentado terrorista, nos recibe el humo, la mugre, y un rey bufón que nos da un número y una definición… ¿44?, preguntó en el momento que yo entraba, sí, le contesté… bien, 44, el comedido, espetó desde un cómodo sillón de goma espuma. Así, con esa acidez el Bufón nos recibe en su reino de algún perdido círculo del infierno. O tal vez, mejor, este Bufón no sería otro que un Virgilio desteñido que nos da su paseo por diversos círculos infernales. La obra tiene capas y esas capas se nos van abriendo en la medida que nos sentamos y nos dejamos conducir. Ya no somos inocentes, estamos allí, y el bufón nos va a cantar unas cuantas verdades ácidas y amargas hasta que nos destornillemos de risa. La verdad es in- munda; es decir que no es de ese mundo al que aspiramos incluso cuando vamos al teatro. En el fondo vamos al teatro para darle el gusto a alguien, para hacernos los interesantes con obras que no entendemos (aunque en el fondo estén hechas para ser entendidas) o para encontrar algún tipo de sentido al mundo que nos mundea sin que nosotros podamos hacer nada al respecto. El bufón nos muestra, nos da la mueca de un teatro sin sentido. Un teatro repleto de deseos inconfesos, de tedios contenidos, de miserias mal habidas. Un teatro in- mundo. Pero ese es sólo uno de los círculos del infierno donde somos invitados a asomar las narices. El círculo del teatro como teatro; incluso, del teatro cordobés de los últimos 12 o 15 años. Pero hay más y más círculos que se nos van a abrir concéntricamente mientras reímos, aunque preferiríamos llorar. Es innegable que los 12 o 15 años últimos del teatro cordobés, coinciden en gran parte con el proyecto político del kirchnerismo. El próximo círculo al que nos asomamos con bufón es un círculo político. El bufón de repente deviene una líder política sumida en las ruinas de lo que fue, de un poder que ha sido devastado por la propia miseria de su pueblo, es decir nuestra miseria de espectadores ciudadanos que estamos allí con nuestra indignación a cuestas. El Bufón se ríe de nuestra fe política y nos recuerda que la política, como el teatro, como el amor, como la vida misma (esos son los otros círculos infernales por los que pasearemos con Bufón-Virgilio), es cosa del tiempo y el tiempo es ese animal salvaje que consta de partes llamadas repeticiones y lo vivido una vez nos retorna como farsa a la vuelta de la historia. Y en esa vuelta ya nos encontramos con una política sin sus brillos fálicos. Es decir lo importante en el teatro, en la política y en el amor son los trajes, los brillos, con los cuales cualquier idiota puede verse investido de genialidad, como nos recuerda aquella obra genial de Genet, El balcón. Bufón es el reverso de eso. Cuando el brillo se va, cuando los trajes devienen basura, mugre, trapo; sólo podemos gozar de la verdad que nos dejan, de la prostitución que hay por debajo de cualquier uniforme. Y esa verdad amarga nos intenta hacer tragar Bufón. ¿Dormir? ¿Morir? No. Bufón nos quiere despertar del brillo del sueño y nos quiere acercar al amargor del despertar. Sólo despertamos con un golpe. Nuestro Bufón (sabemos que tiene nombre y apellido) intenta asestarlo con la punta de un escobillón gastado que sirve de cetro. Así se nos expulsa fuera del infierno con la promesa política de que cada uno de nosotros se lleva un secreto, incluso de que allí hemos ido, al fondo de la mierda, a buscar el dulce de leche que nos saque de nuestra amargura político-existencial; pero ya no hay tiempo, el susurro final que esperamos del bufón sólo nos deja la risa amarga de que para empezar a salir del infierno, deberíamos empezar por ser menos comedidos. Al menos ese fue el número que me tocó en… suerte.

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