martes, 19 de julio de 2016

La suspensión del choc. Sobre La pelota, de Lucía Magdalena Disalvo




por Manuel Ignacio Moyano

I. “Haber estado atento a los empujones de la multitud es la experiencia que Baudelaire —entre todas las que hicieron su vida lo que fue— toma como decisiva e insustituible”, escribe Walter Benjamin en Sobre algunos temas en Baudelaire. Luego, finaliza sus reflexiones con la siguiente consideración: “Ha mostrado el precio al cual se conquista la sensación de la modernidad: la disolución del aura a través de la ‘experiencia’ del shock.” Benjamin lee muy bien la ambivalencia de la poética en Baudelaire, su arraigo en la multitud y su desprecio hacia ella. Pero arraigarse en la multitud, atender a sus empujones no significa otra cosa más que disolver el aura. Recordemos su clásica definición del aura: “la aparición irrepetible de una lejanía, por más cercana que pueda estar”. Por esta razón, el choc en Baudelaire rompe con la esencia aurática de la obra de arte, esencia en la cual el objeto adquiere vida propia y se acerca al punto de hacerse uno con el sujeto —de hacerse el sujeto (de allí la valencia mayor en la modernidad del artista antes que de la obra). La experiencia del choc es, en este sentido, la desaparición de la unicidad de cualquier lejanía. El choc acerca. Y para hacerlo se repite una y otra vez, como las máquinas. Y como los codazos y los empujones, los tirones y los mareos ciegos que cualquier calle de una gran ciudad impone al transeúnte, no al ciudadano, al transeúnte. Es la ciudad experimentada a fondo. ¿Qué deja esa experiencia? Nada. Quizás el recuerdo de alguna bocina, algún murmullo, el cansancio de los pies. Es el tráfico, la prisa, las señales con las que esquivamos a todo lo que se traspone. “Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo recorren en rápida sucesión contracciones iguales a los golpes de una batería. Baudelaire habla del hombre que se sumerge en la multitud como en un reservoir de energía eléctrica.” El hombre cuya sensación es moderna es un hombre eléctrico, vive a 220. No solo es éste el signo de la experiencia diaria del moderno, señala Benjamin, es también el signo de su arte. Y todo lo que Benjamin escribe sobre Baudelaire bien podría aplicarse a cualquier hinchada en un partido de fútbol, a una manifestación callejera, a un carnaval, a una buena fiesta. El arte moderno es choc, aquello que produce un extrañamiento en la sensación y que no puede ser resuelta por medio de una imagen aurática.
Ahora, ¿qué pasa si suspendemos todo esto? ¿Qué pasa si paramos la pelota? La grandísima valía de La pelota, dirigida por Lucía Magdalena Disalvo, es que se arriesga a suspender el choc —y se arriesga a suspender la propia construcción escénica. Es que La pelota es una obra escénica, insertada entre la performance y la danza, que propone el choc, abre el juego, se entrega a la experiencia moderna —aquella en la que los sujetos se levantan del suelo para volver a arrojarse, sin otro sentido más que el del puro hecho bruto de arrojarse— pero la suspende. Por segundos todo levita, como pequeñas pavesas, perdidas en el espacio sin otra función más que quedarse suspendidas. Los cuerpos de los intérpretes, cansados y atravesados por los empujones de la multitud, se convierten en las partículas microscópicas que entrevemos cuando el sol atraviesa de costado una pequeña nube de polvillo. Es un bostezo. Un bostezo de lo real. Algo que no se explica ni quiere ser explicado. En literatura solo una experiencia es equivalente: la de la hoja en blanco.

II. Ahora bien, esta suspensión tiene dos bastiones escénicos que muy eficazmente logran sostener y producir esos cuerpos: el contrapunto espacial y la detención temporal. En una multitud eléctrica ingresa una partícula desprendida de ella, se contrapone a ella (en su ritmo, en su intensidad) y le quita el protagonismo. La multitud se disuelve, lentamente, para volverse a rearmar. Y un nuevo contrapunto escénico se produce. Y una multitud nueva crece en el seno de aquella. Y vuelve el arrojo desmedido, los choques, las corridas. Vuelve a crecer el gozoso infierno del tráfico. Hasta que de repente todo se detiene, se suspende. Los cuerpos, no necesariamente inmóviles, están suspendidos. Y la multitud se convierte ahora en un desperdigamiento de paseantes. Si volvemos al Baudelaire de Benjamin, diremos que el sujeto de la multitud se convierte entonces en un flâneur —aquel que, fuera de la multitud, la contempla e incluso desprecia porque se sabe inevitablemente atraído por ella. Ya no hay un performer, hay un flâneur que, como el literato del siglo XIX, se pasea por las calles sin rumbo y sin objetivo. Se produce así el vagabundeo. Pero en La pelota sucede algo extraordinario con esta conversión del sujeto eléctrico en un paseante: en esos cuerpos que quedan suspendidos se escuchan de lejos los sonidos de la multitud. Como si en ellos se reinventara un nuevo aura, una lejanía que remite a la multitud, al choc, al tráfico, a la modernidad. Se trata de la misma experiencia que padecemos cuando en una gran ciudad se corta la luz. No tenemos otra salida que la obvia y estúpida reflexión que siempre repetimos: “se cortó la luz”. Ese micro-instante, inmensurable, fuera de todo minutero, es valiosísimo porque el tiempo se detiene. Diamante negro porque es tiempo en estado puro, tiempo fuera del reloj. No entendemos nada y no nos importa entender, crece el estupor, es decir, una estupidez benigna que nos conmina a des-atender.


III. Pero también algo más: en esa suspensión todo lo otro adquiere un fuerte, fortísimo espesor. La multitud, los golpes se espesan y de alguna forma extraña se vuelven mucho más reales. Lo dijimos: es el momento del bostezo de lo real. La pelota es una obra que trabaja con lo real, no con la realidad. Trabaja a la multitud física —llena de movimientos, de posiciones, de posturas, de violencias y de choques— desde esa física de otro mundo en que las cosas empiezan a moverse cuando están suspendidas, cuando están en estado de flotación —como los deseos en los sueños. Es una obra que propone el desquicio troglodita de la multitud y lo suspende. Es hija de Baudelaire. Experimenta la multitud y se arroga el derecho a contemplarla. Es una obra que rayando con múltiples crayones todo el espacio escénico, extrañamente (y allí su modernidad), crea una hoja en blanco en el cuerpo de la electricidad. Y se crea, extrañamente, un hermoso sol entrevisto en la oscuridad de los párpados.

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