miércoles, 17 de mayo de 2017

El materialismo escénico (o el fin del teatro).

Sobre Piedra Angular, dirigida por Rodolfo Opazo.



Manuel Ignacio Moyano

Marx escribió su crítica desde y contra la ciencia de su tiempo: la economía política. Por ello es un error creer que su crítica estaba dirigida al capitalismo tout court. Ahora, ¿cuál era la matriz fundamental de esa ciencia cuyo último gran exponente fue David Ricardo? Sencillamente que toda pero toda mercancía (sea un simple utensilio, un edificio o bien un aparato electrónico de última generación) no es sino trabajo humano acumulado. Es que precisamente ese trabajo acumulado es lo que les permite intercambiarse entre sí, lo que les confiere su “valor de cambio” puesto que las “horas de trabajo humano” será lo único que ellas tienen en común. Entonces, cada producción humana no solo tendrá un valor de uso sino también uno de cambio y en el pasaje de uno a otro es donde el producto, según ella, se convierte en mercancía. Claro que Marx dirá: sí, es cierto, cada mercancía es trabajo humano acumulado (y en esa acumulación se construirá el capital) y por ello puede cambiarse por cualquier otra mercancía, pero habrá algo que se pierde en la conversión del valor de uso a valor de cambio, del producto a la mercancía, de la fuerza de trabajo concreta al trabajo humano acumulado (y en esa conversión estará lo que Marx llama, precisamente, el “fetichismo de la mercancía”). Eso que se pierde es un “plusvalor”, esto es, un valor que adviniendo al producto cuando es producido quedará en manos de quien se quede con la mercancía y como esas manos no son otras más que del capitalista, el dueño de los medios de producción, su ganancia es ilegítima puesto que se queda con el plusvalor obtenido en la diferencia entre la fuerza de trabajo concreta para producir y el trabajo humano acumulado que contiene cada mercancía. Éste sería, muy apocadamente, el abc de la crítica marxista, su “piedra angular”. Ahora bien, ¿qué pasa cuando las mercancías han devenido restos, ruinas, escombros? ¿Qué sucede con ese “trabajo humano abstracto” que ellas acumulan cuando, justamente, ya no son más que meras acumulaciones sin valor?
Piedra Angular, la obra escénica dirigida por Rodolfo Opazo, se hace cargo de esa pregunta y la presenta crudamente en un edificio derruido, convertido en no más que ruinas y escombros. Primer gesto escénico: inscribe la “obra” de lleno en una mercancía, por decirlo de algún modo, “vencida”. Es decir, abre el espacio escénico allí donde la mercancía-edificio fallece, deviene escombro, ruina, desecho. En una palabra, basura. Y no solo abre el espacio escénico allí, en un gesto ya quizás visto, sino que hace de ese mismo espacio la “obra”. En otras palabras, la obra no es sino una desobra, aquello que está de sobra: el escombro, la basura. Es que el espacio, por su densidad material, es el protagonista esencial de esta propuesta escénica. Lo cual significa que la destrucción de la mercancía es aquello que esta obra propone.
Segundo gesto escénico: abrir la obra en la destrucción de la mercancía, en la mercancía como resto y basura, y hacer de ella precisamente el “contenido” de la obra, inscribe una relación programática entre el arte y la basura, pero una que no busca embellecer a la última sino presentarla como ella es: resto. Quizás en la historia del arte, Andrei Tarkovski haya sido el más fino cineasta de los restos puesto que fue el único que los filmó sin “estetizarlos”, esto es, sin incluirlos en una cadena simbólica y sin reciclarlos en un nuevo “valor”. ¿Cómo no recordar, cuando veíamos Piedra Angular, en esa Zona plagada de escombros y destrucción donde los Stalkers ingresan sin motivo alguno en la película del director ruso?

Stalker, de Andrei Tarkovsky

Pues bien, como en Stalker, Piedra Angular presenta la ruina en su estado puro, en su concreción sin simbolismo ni significado alguno. Y acá se específica su singularidad puesto al presentarla en estado puro lo que se hace es exponerla en su pura inmanencia inhumana, es decir, más allá del trabajo humano acumulado que como mercancía contenía. Y así, tanto Tarkovski como Opazo son fieles a ella ya que el resto, la ruina siempre trae consigo una des-mercantilización de la producción. En otras palabras, la ruina ya no es más mercancía pues no tiene valor —no guarda más trabajo humano abstracto— y al hacerlo deviene inhumana, pura cosa. Se rompe así el embrujo que convertía la producción en mercancía, se rompe con el “fetichismo de la mercancía”.
Ahora bien, una vez que se quiebra el fetichismo al presentar la cosa como puro resto es la materia lo que se vuelve plenamente visible, puesto que ella ya no contiene más la mano envolvente de lo humano. Las piedras, las maderas, los tubos con que los performers (Martin Gil, Javier Olivera, Julián Dubié, Flor Sanchez Elía, Maximiliano Ulloa) operan en escena no son sino vestigios de humanidad, órganos sin cuerpo, humanos ya vencidos. Y, vaya aquí el tercer gesto escénico, lejos de “re-humanizarlos”, de volverlos mercancía intercambiable, no, lo que ellos hacen es perder su propia humanidad en el filo de esa materia cruda. Es que Piedra Angular logra rozar algo de lo primigenio, de lo originario puesto que al compenetrar los performers con las demandas de la materia pura, lo que hace es des-humanizarlos en una cuerpo de prótesis materiales, de extensiones puramente cósicas. Pero así los convierte en prótesis ¡de la misma materia! Es decir, compenetra el cuerpo (humano) del performer con el cuerpo (inhumano) de la materia en una dialéctica suspendida que relanza la materia misma más allá de sus límites. Como si la piedra, la madera y el tubo poseyeran los cuerpos de los performers, como si ellos no fueran sino una caja de resonancia donde los materiales se multiplican. Pero, repitamos, esto es posible porque antes se des-fetichizó la materia misma, es decir, se le quitó su reservorio de trabajo humano abstracto. Conclusión provisoria: después del capitalismo y su ciencia ya no podrá haber “trabajo humano”, tan solo materia.

Piedra Angular, ph: Cata Ardilles



Piedra Angular, ph: Cata Ardilles

Cuarto gesto: la modernidad cartesiana nos obligó a concebir la materia como res extensa, es decir, como cosas concretas y claramente delimitadas que acaecen más allá de la mente del hombre pero que se encuentran, por ello mismo, a su alcance. Estrategia política fundamental puesto que así dispuso al hombre como aquel que, distinto a ella, domina la materia (y la trabaja). Piedra Angular nos muestra, en cambio, que la materia no es aquello al alcance de nuestra mano sino aquello que nos la quita —hasta hacerla parte suya. Es decir, aquello que nos puede poseer y desposeer. Ahí está el arte: entregarse sin más a la materia. Es la piedra caliza dejando su memoria en nuestro mano, el sonido del tubo incontrolable, la madera y el escombro deformando nuestro cuerpo. Otra vez, lo primigenio. Pero lo central es que esto señala que la materia no tiene límites, es decir, no tiene forma. Es, en cambio, aquella potencia que puede adquirir cualquier forma —sea un edificio, una escultura o una simple piedra, una simple piedra. Lo “crudo” de la materia, entonces, es su condición informe, puesto que ni siquiera es la piedra con la que se hace el edificio sino aquello de la piedra que dentro suyo le posibilita deformarse hasta devenir edificio. Pero lo más crudo es que esa informidad ocurre siempre dentro de las formas y las corroe internamente —por lo tanto, las deforma. Entonces, la materia es aquello que una y otra vez deforma las formas, es, por ello mismo, potencia de-formante. Esta es la apreciación que se desprende cuando observamos las gesticulaciones deformes en la que surgen escénicamente los performers, compenetrándose así con la danza de la materia misma. Ellos se entreveran con las cosas de tal modo que para sobrevivirlas no pueden más que deformarse. Y toda su deformación es atestiguada y reforzada por una maquinaria sonora excelsa, una que registra la misma deformación material escénica y la retroalimenta. Esa música, a medio camino entre la industria y la destrucción, realizada por Grod Morel, contribuye a esa desmitifación de la mercancía y a presentarnos, en cambio, un pedazo de materia en estado puro. Y todo ello es tan pero tan inhumano que llega esa escena maravillosa donde solo vemos piedras y piedras saltando en el centro escénico hasta absorberlo por completo. Quinto gesto, entonces: la escena ya no es del performer humano sino de la materia misma, de las cosas y su constante deformación (habría que repensar, en tono con esto, el pequeño momento discursivo, quizás de más, que la obra coloca luego). Deformación que no solo alcanza a los performes sino también al público. ¿Cómo? A través de aquello por lo que la materia viaja: la sensación. Es que la sensación, cualquier sensación que se padezca, no es sino la verificación de la materia calando la forma, de la materia poseyendo la forma, de la materia inundando la forma. Entonces, las sensaciones que los humanos padecemos, en cuanto contagio de y por la materia, no son humanas. Son primigenias. Son el sublime momento en que nuestro cuerpo es convertido en un rehén de la materialidad que nos rodea, forma y deforma. Nuevamente: el momento en que la mercancía se des-fetichiza. Por esto, Piedra Angular es una verdadera obra del materialismo escénico puesto que critica la sociedad capitalista y su ciencia al tiempo que abre allí mismo un pliego de sensaciones que nos comunican con la materia. Lo común (“lo comunal”, como dice la última moda intelectual), entonces, es lo inhumano, la materia.

Piedra Angular, ph: Cata Ardilles

Último gesto escénico: “El gesto de erigir un elemento de manera vertical —dice la sinopsis de la obra en su evento de facebook— para construir cobijo se transforma en la piedra angular de lo que podemos llamar proto-arquitectura, o paisaje vital.” Quedémonos con lo último: proto-arquitectura o paisaje vital. Pero en relación a lo que ya dijimos. Proto-arquitectura o paisaje vital en medio de los escombros, de las ruinas, de la basura. En medio de ese singular instante en que la mercancía “edificio” deviene mero resto, pues bien, es en medio de ello donde surge esa proto-arquitectura o paisaje vital. Por lo tanto, Piedra Angular alcanza lo primigenio en lo derruido, en lo corroído por el tiempo y por ello cargado de memorias y secretos ocultos. Su gesto fundamental, entonces, consiste en que esa apertura de lo primigenio (lo inhumano) deviene una proto-arquitectura o paisaje vital, es decir, deviene un lugar donde (sobre)vivir (valga recordar: ese mismo edificio funciona como casa de okupas, de sobrevivientes). En términos escénicos, su apuesta es decisiva pero fundamental: acaba con el teatro. Explicitemos esto para terminar.
Theatron significa, en su composición etimológica, “lugar para ver”, “punto de vista”. Es decir, es una tecnología donde lo que prima sobre todo el resto de las cosas es la mirada que se establece entre una platea (que mira) y una escena (que es mirada) —por ello el sujeto occidental es un sujeto puramente teatrológico, puesto que es aquel sujeto que se mira a sí mismo mirando, re-flexiona, vuelve sobre sí. Por lo tanto, cuando Piedra Angular decide implicar la arquitectura y su densidad en lo escénico, lo que hace es interferir el modo de producción escénico dominante —el teatral— con otro —el arquitectónico—, al punto de convertir ese “punto de vista” en un paisaje vital, apagando el ojo en nombre de una proto-arquitectura —en una palabra, de una piedra angular, un cobijo. El último momento de esta apuesta va en este sentido: se implica al público, al espectador (el que mira), en ese paisaje y se lo pone al servicio de la materia. ¿Qué se abre, entonces? Algo que vive a medio camino entre la arquitectura y el acontecer escénico: precisamente, una instalación. Y con ello, no solo sucede el fin de la obra sino el fin del teatro mismo puesto que en esa cooperación entre público y performers con que se cierra la pieza, lo que queda, lo único que queda materialmente, es una instalación construida en la cooperación entre quienes miran y quienes son mirados. Pero una instalación, aquello que queda, no es sino una (de)forma material cuya vida se juega de lleno en su densidad espacial (como cualquier paisaje, cualquier cobijo, cualquier piedra o cualquier resto des-mercantilizado). Por ello, finaliza la obra del teatro y se abre una escena puramente material, sin teatro, sin fetichismo. Habrá que abandonar de una vez, entonces, esa palabra galante que sólo las señoras románticas de Occidente todavía repiten en sus siestas: “teatro”, “teatro”, “teatro”.

Piedra Angular, ph: Migma

Piedra Angular, instalación final

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